En el desarrollo de la inteligencia emocional o inteligencia para la vida, ser conscientes de cómo nos sentimos nosotros mismos, es fundamental. Mal podríamos saber cómo se sienten los demás sin aprender antes qué es y qué significa para nosotros sentirnos alegres, tristes, temerosos, preocupados, cansados, fortalecidos, seguros, inseguros, frustrados, motivados...
Padres y educadores deberíamos pedir con frecuencia al niño desde la más tierna edad que nos manifieste sus sentimientos y, al mismo tiempo, que hayan aprendido a ser empáticos conociendo cómo se sienten los demás. Por ejemplo, papá y mamá no están contentos, no son felices porque miente mucho o porque lo deja todo desordenado. Saber que su mala conducta produce sentimientos negativos y que comportarse como es debido y ser responsable de sus actos produce en sus progenitores y profesores sentimientos de admiración, gozo y tranquilidad.
Los adultos no somos conscientes de que cuando expresamos sentimientos y emociones negativas, frustrantes y desestabilizadoras, las contagiamos al educando y nuestro ejemplo de falta de autocontrol y de buenos modales le sirven de referente. La desmesura, la violencia verbal, hablar a gritos y la falta de empatía, respeto a los demás y malos modales se aprenden.
Cuanto más importante, conocido, famoso o relevante sea el adulto con un cociente bajo de inteligencia emocional, mayor posibilidad hay de que un niño, un adolescente o un joven aprenda a comportarse de manera violenta, grosera y descontrolada.
Enseñemos al educando a ser consciente de sus propios sentimientos y de los sentimientos de los demás y le estaremos enseñando el principio más universal, humanizador y práctico: "Tratar a los demás lo mismo que te gustaría ser tratado, son la misma sensibilidad, comprensión y afecto". Al fin y al cabo, como decía Tolstoi: "El bien nos es más que el amor".
Bernabé Tierno (psícólogo y escritor)
No hay comentarios:
Publicar un comentario